—Está muy rica, Bety. Lástima la pinta. A mi vieja las tiritas le quedan perfectas.
Su cuñado se lo dijo con la boca llena, pasando el dedo índice una y otra vez sobre el borde de la mesa. A ella nunca le cayó bien ese tipo y no le hubiera dado importancia al asunto, pero él no terminó de hablar cuando su hermana volcó el mate. “Tranquila, mujer”, dijo él sujetándole la mano. ¿Por qué le habla así, con ese tono de jefe? Ella clavaba la vista en el mantel bajo la mirada del marido. A Bety la medallita de la virgen le quemó el pecho y el fuego le subió por la garganta. Su hermana se levantó a buscar el trapo rejilla, la siguió a la cocina, intentando tranquilizarla pero ella repetía “El mantel del domingo, el mantel del domingo”.
Esa noche Bety dio mil vueltas en la cama hasta que se levantó. Se preparó un té de manzanilla. Con la taza en la mesa de luz, rezó tres avemarías, dos padrenuestros y cinco glorias. Terminó el té y apagó la luz. La cabeza le pesaba sobre la almohada y sus pensamientos se cruzaban como gritos de animales. Encendió el velador, se levantó otra vez y volvió a la cocina; sacó las revistas de repostería y se volvió a la cama. Buscaba algún truco para las tiras de la pastafrola. “Hay que ponerlas en el congelador” le dijo de golpe a su marido, pero él ya dormía.
Pasó una semana de aquella visita y ahora Bety coloca la torta de la comunión de su sobrino en el asiento de atrás, acomoda una toalla de mano entre la bandeja y el respaldo, y dos toallones a los costados. Quedó derechita, piensa. Alisa la blonda, le quita una salpicadura de merengue y se sube adelante. Su marido está sentado al volante con el auto en marcha. Ella ruega que las ventanillas bajas del Renault sean suficiente refrigeración para los cuarenta y cinco minutos de viaje hasta llegar a Brandsen, aunque le cueste el brushing que se hizo hace un rato y se le pegue el polvo de la ruta en el maquillaje.
—Edu, ¿es idea mía o hace demasiado calor? —Se alisa el pelo combando la mano. Busca en la cartera un pañuelo y se seca el cuello húmedo.
Seca también la cadenita y llega al dije de la virgen, debajo de la blusa. ¿Por qué no arranca de una buena vez? El ronroneo del motor le da dolor de cabeza.
—Se viene el calor. Récord para noviembre, parece. Lo escuché ayer. —Su marido se arremanga la camisa, acomoda el espejo y se estira contra el asiento. Resopla y se aclara la garganta con una tos ronca. Bety, lo mira. ¡Qué desagradable esa tos! Por lo menos dejó de fumar, piensa. El coche arranca despacio sobre el empedrado de la puerta de su casa y ella piensa en la torta, que no se bambolee. Estuvo hasta tarde con los últimos detalles; los bordes no le quedaban tan parejos como quería y no le convencía la inclinación del cáliz sobre las hostias.
Llegan a la avenida 44. En el asfalto se podría aumentar la marcha.
—Dale, Edu, acelerá —ruega Bety, casi para sí misma, estrujando los dedos dentro de los zapatos.
Anoche tuvo que pedirle a él, que tiene mejor pulso, que recortara el cáliz dorado de mazapán. Después ella le agregó las tres hostias que había sacado del sagrario con el permiso del cura. Los bordes quedaron perfectos; usó la espátula nueva para pasar la cobertura como había leído en la revista.
Salen a la ruta 205, el sol platea el asfalto y una masa de nubes avanza lento. El cartel anuncia que tienen cuarenta kilómetros por delante. Bety mira las líneas blancas del camino que desaparecen bajo el capó y se le anudan en el pecho. ¿Se olvida de algo? Las servilletas amarillas están. Las bandejas para los bocaditos, también. Las cintas para los floreros. Las carpetas de crochet para los centros de mesa.
—Edu, ¿pusiste en el baúl la bolsa del súper? ¡Edu! La que estaba en la mesada.
—Está todo guardado —. El marido la mira por el rabillo del ojo—. ¿Te sentís bien, Bety?
—Con mucho calor. Mirá para adelante, Edu.
La bolsa, las bandejas, las servilletas amarillas, las carpetas de crochet. ¿Los souvenirs? Estira el brazo hacia atrás, tantea el piso del auto. Toca la bolsa con los souvenirs, respira aliviada. Se da vuelta y advierte que la torta se acuna con el movimiento del coche. El temblor del cáliz es imperceptible. Se acomoda de nuevo en el asiento. Se alisa la pollera, se mira las uñas, entrelaza los dedos. Las rodillas se mueven casi igual que la torta, un temblor le sube hasta la boca del estómago. Piensa en preparar mate, mejor no: hace demasiado calor. ¿Trajo agua fresca? Sí, en el otro termo. Se mira las uñas otra vez, se muerde el pellejo de un lado y del otro del pulgar izquierdo hasta sacarse sangre. Ahoga la queja, la piel está más fina ahí, donde se pinchó con el vidrio el miércoles en casa de su hermana. Si no se olvida nada, ¿qué tiene? Sabe lo que tiene, aunque no lo quiere ni pensar. La tarde de hoy tiene que transcurrir en paz.
Edu prende la radio, ella mira por la ventanilla. Quiero una mujer bien bonita callada que no me diga ná, que cuando me vaya a la noche y vuelva en la mañana no diga ná. Las nubes avanzan como un mantel de encaje, el sol lo despedaza, la luz cae deshilachada. Esta visión la estremece. El locutor anuncia lluvias para la tarde noche y da paso a la versión remasterizada de Olga Guillot y Sandro. Edu sube el volumen. Arráncame la vida de un tirón. Ella cierra los ojos, aprieta los párpados …oblígame a vivir para tu amor… se seca la transpiración de las manos en la falda. Exhibe mi cariño ante la gente… ¿Qué tiene? ¿Qué se olvida? ¡Las tiras! Se olvidó de sacar las tiritas de la pastafrola del congelador.
La señal de la radio va y viene. El ruido del motor, los vidrios bajos, el viento le zumba en la cara, la espalda pegada al respaldo.
—¡Hacé el favor, apagá la radio! —Se desabrocha el cinturón y se da vuelta, ve que la cobertura empieza a transpirar. Se arrodilla sobre el asiento. Frota los talones entre sí hasta que los pies se liberan de los tacos. Se levanta la blusa encima de la pollera y se estira.
Alcanza la puerta detrás de su marido y apoya un repasador en el borde del vidrio, después sube la ventanilla. Repite la operación sobre la otra puerta. Las improvisadas cortinas ondean con el viento. Ojalá la comunión hubiera sido el domingo pasado, cuando la masa de los ravioles se le había secado perfecta. Se acuerda porque fue el día de las tiras de la pastafrola.
Esa noche Bety, después de descubrir el truco de las tiras de la pastafrola, se puso a mirar las revistas. Entre dormido, Edu se quejaba por la luz. Betty cubrió el velador con una pañoleta y se ubicó en el borde de la cama, interpuso un almohadón entre ambos. Eran siete los fascículos de primera comunión. Los leyó todos pero no se decidía si angelito, cáliz o capilla. Si pasta de almendra, pasta de azúcar o butter cream. Le lloraban los ojos. Un cosquilleo en el estómago la obligaba a permanecer sentada con las revistas sobre las rodillas. Se decidió por el cáliz; apagó la luz, dejó las revistas a los pies de la cama, rezó tres avemarías y se durmió. Un calambre en la pierna la despertó. Se masajeó el gemelo, giró el tobillo y volvió a dormirse. Giraba boca arriba, boca abajo. Se despertó otra vez con la boca pastosa. Se pasó la lengua por los labios; la luz de la calle rebotaba en la puerta del armario apenas entreabierta provocando una sombra larga y extraña. Cerró los ojos, su marido exhalaba un suspiro ronco, se alejó de él. Se aferró al borde de encaje del camisón, jugando con los dedos en la tela. La percepción de su piel la tranquilizó. Se acomodó de costado, soltó la tela y se durmió.
Un hombre la persigue entre los bancos de la parroquia. Tiene el pelo engominado hacia atrás, le resalta la nariz de chancho, un ojo verde y el otro celeste. Ella se esconde debajo del altar. El mármol la estremece y el mantel de encaje tiembla. Se acurruca contra una de las patas. Unos hilos le rozan la oreja, sacude el cuello, gira la cabeza, ¿qué tiene? ¿qué hay? Es el borde del mantel. Se abraza las rodillas. Silencio. El corazón retumba, golpea contra las costillas, retumba en la espalda. Siente un calor detrás, en la nuca, es el hocico de un animal, un chirrido ronco. El campanario se acciona, la aturde. Se tapa los oídos. El mantel vibra, los agujeros del encaje se estiran, se deforman. Asoman unos dedos, rompen la tela. El hombre es un jabalí embarrado. Ella se arrastra. Baja los escalones del altar. El animal la sigue, le araña un tobillo. Bety se levanta y grita. El grito se traga los bancos, el altar y la cruz. El gruñido del animal le lame el vestido, ella corre y se mete en el confesionario. Encuentra a su hermana detrás de la cortina de terciopelo violeta.
Bety le alcanza el mate a Edu, ahora el sol les pega de frente, pero al menos la torta tiene sombra. En cambio a ella el brushing se le está desarmando. Las pestañas cargadas de rímel le pesan, se le pegotean. Se despega el dije caliente de la piel y acomoda a la virgen sobre la blusa. Al rato le dan ganas de hacer pis.
Bajo los espinillos la sombra la apacigua. En cuclillas se sostiene el ruedo para no mojarse y ve cómo el pis le cae de lleno a una hormiga, la aplasta. La hormiga da tres pasos y se queda inmóvil y mojada. La que iba delante de ella retrocede y le apunta con las antenas. Bety vuelve al auto, piensa en la hormiga que se quedó sola mirando a la otra cubierta por un líquido desconocido y siente un nudo en la garganta.
—Este calor no se soporta —dice mientras estira la pollera entre la cola y el asiento. Le gustan las telas bien lisas en las superficies, sin arrugas. Su hermana plancha las sábanas con apresto, ella no.
La mañana después de la pesadilla. Se había despertado muy temprano. Se puso la misma ropa del día anterior para no perder tiempo y salió a tomarse el 273 hacia lo de su hermana. Sentía una necesidad inexplicable de verla, tal vez fuera el efecto emocional del sueño. En el viaje se la pasó deslizando el dedo por el borde de la ventanilla, hasta que tocó un chicle y le dio asco. Cuando el colectivo pasó delante de la catedral se persignó y un escalofrío le recorrió la espalda, fue un latigazo que la obligó a levantarse del asiento y hacer el resto del viaje de pie. La hermana le abrió la puerta y la saludó con un beso en silencio.
—¿Qué hacías? —le preguntó siguiéndola a la cocina.
—La cama —contestó la hermana mientras ponía el agua para el mate—. ¿Qué hacés tan temprano por acá?
La hermana echaba el agua en el termo y la miraba detrás del vapor, achinando los ojos como si fuera la primera vez que la veía.
—Vine por la torta… —no sabía qué decirle. ¿Había estado llorando? ¿Qué tenía?
El tiempo se detuvo. Se escuchaba el colectivo por la avenida, dos perros que ladraban y el anuncio afónico del camión que compra chatarra. Un par de bocinazos y la música saturada desde un coche. Adentro, silencio.
—El nene duerme. ¿Me ayudás con la cama?
Bety agarró el mate y el termo y la siguió hasta el dormitorio. Apoyó las cosas sobre la cómoda y enderezó el portarretratos con la foto del casamiento. Él la sostiene abrazada por la cintura, los dedos escondidos en el encaje del vestido de novia.
Por la ventana que daba al patio vio al perro, le pareció raro porque estaba siempre dentro. Se acercó a la ventana. Sintió olor a masilla fresca. Pasó el dedo por el borde del vidrio, todavía tenía marcas. Cuando se agachó para meter la sábana debajo del colchón se pinchó el dedo. Fue un pinchazo agudo y enseguida el calor metálico de la sangre. Levantó el colchón y vio una escama de vidrio. La sacó y se la mostró a su hermana. Ella pestañeó varias veces y se quedó mirando la ventana como si no quisiera sacar la vista de allí.
—Un pelotazo —dijo sin mirarla mientras Bety se chupaba la gota caliente del dedo.
El cáliz tiene derretido los bordes y una de las hostias se patina hasta dar contra los agujeritos de la blonda. Bety no le quita los ojos de encima. El pecho apoyado en el respaldo caliente. Los mechones duros por el spray le golpean las orejas. El polvo forma una niebla sutil en el interior del auto. Edu tose. ¡Ay dios mío!, piensa Betty con la náusea entre el respaldo y el pecho. El marido gira, sale de la ruta y toma el camino de tierra. El cambio de sentido la marea y un leve temblor despega un costado de la cobertura. Llegan a la quinta de alquiler. La hermana viene caminando desde la otra punta del parque, el marido la intercepta por detrás, le cruza el brazo sobre el pecho, enterrando los dedos en el lado contrario de la cintura. Juntos abren la tranquera. El auto se detiene, el polvo baja y se deposita sobre la torta.
Cuento finalista en el Concurso literario “Ellas no fueron contadas” (2021), organizado por el El ministerio de las Mujeres, Políticas de Género y Diversidad Sexual de la provincia de Buenos Aires.